Era octubre, pero hacia un calor veraniego en Sicilia. Disfrutábamos de un paseo agradable por las calles de la isla de Ortigia rodeados de monumentalidad y antiguas ruinas. Le vimos ahí, tendido en el suelo, desarrapado, con la mirada perdida en el infinito y un montón de barquillos de madera. Junto a él, un pequeño cartel escrito con torpes letras que rezaba “artigianale”. La supuesta artesanía no tenía ninguna inscripción con letra caligráfica como es típico en todos los souvenirs del mundo, pero aun así es uno de los que guardamos con más cariño. Es un simple barco de tres mástiles, pintado cuidadosamente a mano y con unas pequeñas telas a modo de vela, fijadas por una maraña de hilos. El aprecio que tenemos a esta pieza, que recuerda a los barcos que se meten dentro de las botellas, no es valor que tiene, que es nulo, sino por los recuerdos que nos evoca con solo mirarlo en la estantería donde descansa. Recuerdos de un inolvidable viaje de una semana en Sicilia.
Cuando viajamos a un lugar queremos capturar ese momento, guardarlo para siempre en un pequeño frasco y tenerlo ahí para que no se nos olvide. El objetivo es cada vez que lo veamos nos vengan todos esos momentos a la mente y podamos vivirlos de nuevo aunque sea en nuestra memoria.
No se puede visitar Paris y no comprar una pequeña replica de la Torre Eiffel, estar en Florencia y no llevarse un David de Miguel Ángel en miniatura o ir a Nueva York y no adquirir una estatua de la Libertad. Al menos nosotros no lo podemos evitar.
Bolas de nieve, dedales, imanes, camisetas… objetos para regalar o para quedarnos. Pero siempre detrás de cada uno hay una pequeña historia para el recuerdo.
El tucán que silba, uno de nuestros souvenirs del mundo preferidos
En nuestro viaje a Costa Rica por libre nos podíamos haber decantado por comprar un peluche de oso perezoso. Este animal se caracteriza por ser uno de los más lentos de la tierra y, debido a su adorable apariencia, es uno de los atractivos para los turistas que visitamos el país. Pero no, nuestro recuerdo se lo compramos a un vendedor ambulante que emitía una agradable melodía mientras trabajaba en la playa Espadilla, junto al Parque Nacional Manuel Antonio. Es un tucán de barro de vistosos colores, hueco por dentro y con tres orificios. El joven no tenía dos iguales. Los fabricaba por las tardes para poder venderlos en la playa por el día aprovechando que se llenaba de foráneos. Era mayo y comenzaba la época de lluvias. Todas las tardes matemáticamente caía un tremendo aguacero a la misma hora y eso hacía que nuestro amigo el mercader se quejara porque vendía muy poco mientras hacía el recorrido playa arriba playa abajo silbando armoniosamente con los pajaritos de barro.
Ser vendedor ambulante de souvenirs es un trabajo duro. Sobre todo si quien lo hace no son más que unos niños pequeños, llenos de vitalidad y alegría como los que recorren las calles de muchas ciudades marroquíes. En nuestra excursión de un día en Tánger, en las estrechas y laberínticas calles de la Medina, fueron muchos los pequeños que nos seguían incansables para convencernos de que les compráramos múltiples enseres. ¿Cómo no íbamos a hacerlo? Se me acercó un niño de apenas cinco años con una carita radiante y unas naricillas con goteras, cargado de camellos de distintos modelos, unos labrados en madera y otros revestidos de cuero y cosidos a mano. Estos últimos con sus diminutas alforjas y lentejuelas a modo de ojos. Nos dijo en claro español lo que quería por cada uno y una vez, con el dinero en la mano, lo apretó fuertemente y salió corriendo a toda velocidad feliz porque había conseguido vender sus pequeños juguetes. Fueron sólo unos instantes que marcaron nuestro viaje. Cuesta muy poco hacer feliz a un niño, y más si vive en un país sin grandes lujos y con escasos recursos. Por eso nos indignó especialmente la actitud de una de las mujeres que nos acompañaba en la excursión. Con un manotazo lleno de desdén y desprecio se quitó a los pequeños de encima que sólo querían vender su camello por tres míseros euros. Qué pena.
Tánger sorprende al visitante. Ciudad de contrastes, con una fuerte identidad multicultural y una gran influencia europea. Es una ciudad muy turística, con una cultura diferente que se respira a cada paso y que acoge al turista de forma muy agradable.
Los dedales que nunca faltan
Aunque resulte algo friqui no hay viaje que hagamos y no compremos un dedal. Es quizás uno de los recuerdos más rancios que hay, pero una vez que empiezas la colección es difícil parar. Tenemos cientos, en algunos sitios ha sido complicado encontrarlo y en otros casos un imposible, pero siempre hay que intentarlo. Alguna vez incluso los hemos comprado a pares, como en nuestro viaje a Budapest en el mes de enero, con un intenso frío. Paseábamos por Váci Utca, una de las calles más comerciales que se encuentra repleta de cafeterías y tiendas. Nos dispusimos a entrar en una de ellas para comprar el preceptivo dedal. Al quitarme los guantes y tener las manos ateridas por el intenso frio, la pieza rodó hasta el suelo rompiéndose una parte de la porcelana. La dependienta amablemente me envolvió uno nuevo e introdujo también el roto en la bolsita, no queriéndome cobrar más que uno. Obviamente le pagué los dos, pero me demostró una absoluta amabilidad que, dicho sea de paso, percibimos en nuestro contacto con las gentes de la capital húngara.
Aunque las fotografías y postales (ya cada vez menos) son uno de los souvenirs del mundo más típicos, siempre pecamos y caemos en la tentación de comprar alguna cosilla. A veces un objeto fabricado en serie, y otras veces una pequeña y original artesanía como es el caso del barco de vela siciliano con su historia detrás.