«Cojan un vaso y tomen asiento», nos dicen nada más flanquear una puerta de madera de las que ya no se hacen. Varios centímetros de grosor. Cumplimos la orden y de unos escurreplatos cogemos dos vasos de sidra y nos aposentamos. Mesas corridas. De madera, por supuesto. Servilletas de tela arlequinadas de las de casa de la abuela. Cubiertos y una barra de pan, de coscurro a coscurro. Toda para nosotros. Se avecina fiesta. Festín gastronómico mejor dicho. Estamos en una de las sidrerías de Astigarraga. Guipúzcoa. Pais Vasco. La capital mundial de la sidra. Una población donde tocan a una sidrería por cada 250 habitantes. Más que manzanas sidreras lo que allí hay son las manzanas del paraíso que probó Adán. Una tentación en toda regla y una amenaza para el colesterol y los triglicéridos. Y no por la sidra precisamente, sino por lo que la acompaña. Pero un día es un día.
Petritegi, considerada la mejor sidrería de Astigarraga
Recalamos en Petritegi, considerada por muchos la mejor sidrería de Astigarraga. Después de una ruta de tres días por la costa guipuzcoana con epicentro en San Sebastián, no nos queríamos marchar de estas tierras sin pecar. Porque desde el mismo momento en que cruzas la puerta de alguno de estos templos gastronómicos, pecas. Luego, con unos kilómetros en bicicleta, andando o con unos largos en la piscina, te sientes mejor. Pero de inicio pecas y encima disfrutas. La cultura de las sidrerías de Astigarraga y de Guipúzcoa en general es más que una cultura. Es una religión. En ellas las cuadrillas celebran lo habido y por haber. También se parte el bacalao de los negocios. Y luego vamos parejas como nosotros que queremos demostrar nuestro amor mutuo, pero también por la comida.
Es el mes de abril y los manzanos de Astigarraga ya lucen sus impolutas flores blancas. Germen de la cosecha que vendrá. Pero la anterior ya está en los grandes barriles que luce la sidrería Petritegi. Una sala a la que se peregrina desde la mesa de madera con la barra de pan. Un paseíllo continuo e incesante. Vaso en mano, se acude con una sonrisa de oreja a oreja y se regresa con otra aún mayor si cabe. Allí el sidrero ejecuta el ritual. Recibe el nombre de txotx y consiste en abrir el grifo del barril, que salga un generoso chorro de sidra y que el comensal ponga el vaso debajo para llevarse su ración. Se puede ir tantas veces se quiera. Pero cuidado. La sidra entra sola. No hace falta empujarla ni forzarla. Y eso tiene un peligro. El de salir patas arriba. Nos conformamos con salir rodando, algo asegurado con las viandas que se ofrecen.
Normalmente el ritual del txotx se lleva a cabo entre enero y principios de mayo. El resto del año las sidrerías sirven este manjar embotellado. Ahora cada vez más lo prolongan durante todo el año para que nadie se quede sin disfrutar de este espectáculo tan autentico.
En las sidrerías de Astigarraga hay un menú clásico. Un imprescindible para los que acuden por primera vez, por segunda y por décima. Una bomba de relojería calórica que no entiende de nuevas cocinas ni de inventos modernos. En el País Vasco la cocina de autor alcanza su cénit, pero la tradicional es de armas tomar. En Petritegi ese menú clásico tiene un precio de 30 euros por persona y consta de lo siguiente: tortilla de bacalao, bacalao con pimientos y txuleta. Sota, caballo y rey y además, arrastro. Bueno, nos dejamos algo. El aperitivo. Dos pedazos de chorizo a la sidra de muerte. Y el colofón, un postre compuesto por tejas y barquillos, queso curado de oveja con dulce de membrillo y nueces. Por si alguno se queda con hambre. Y luego está la sidra. El constante txotx que riega esta plantación de la mejor manera posible.
Pero vayamos por partes. La tortilla de bacalao es un clásico de la cocina guipuzcoana. Como ocurre en Portugal con el bacalao a brás, son platos que se pueden hacer de dos maneras. Con mucho bacalao y con poco. La que nos sirvieron en Petritegi era del primer grupo. No hacía falta enmascararla con patatas o cebolla. Huevo y bacalao. Una delicia.
Aunque suene a repetitivo, lo próximo que la amable camarera nos plantó en la mesa también es bacalao. Al margen de que somos unos enamorados de este pescado, no hay saturación posible. En el plato llegaron cuatro hermosos pedazos de lomo de bacalao con una abundante sábana de pimientos verdes muy fritos y cebolla casi crujiente. Qué espectáculo. El bacalao fino con lascas que parecían túnicas divinas al viento. Y la única verdura del menú venía bien empapada en aceite para que nadie se piense que tomar verde es sinónimo de comer sanísimo.
Del pescado a la carne. La omnipresente txuleta. Tan importante como la sidra. Da la impresión que de cada uno de los manzanos que abrigan la bodega Petritegi también cuelgan estos pedazos divinos de la carne de vacuno. A la brasa, en su punto. Ni muy pasada ni muy hecha. Rojita, pero sin sangrar. A pelo.
Cuando llega la txuleta las idas y venidas en busca de combustible en forma de sidra ya han sido varias.
Y como colofón una extraordinaria loncha de queso de oveja curado con dulce de membrillo. Es complicado que el estomago siga aceptando más juerga a estas alturas. Pero hay que hacer sitio sí o sí. Para eso y también para las tejas y barquillos típicos de la zona. A nadie le amarga un dulce aunque sea después de haber comido en cantidades industriales. La ocasión lo merece. Y se nos olvidaba. También nueces. Dicen que son muy buenas para subir el colesterol bueno. Una forma de compensar la droga dura que representa la txuleta. Aunque sea de cara a la galería. Unas nueces que tienen además un doble objetivo. Sus cáscaras se recogen para que la empresa vasca de ropa de montaña Ternua realice los tintes para sus prendas. Curioso cuanto menos y una forma de aprovechar un recurso de la naturaleza que normalmente acaba en la basura.
Comida sin paliativos. De las que hacen época. Una experiencia gastronómica que solo se encuentra en las sidrerías de Astigarraga y solo apta para amantes de la gula y con estómagos todoterreno. Para acabar no está de más dar un pequeño paseo por los manzanos de los que se surte la bodega. Es abril y están en flor.